sábado, 1 de diciembre de 2012

Por algo suena el río

En este complejo mundo de la gastronomía, en el que la oferta supera con mucho a la demanda, es fácil perderse si no se llega a un restaurante de la mano de una recomendación de la que podamos fiarnos. Eran ya muchas las referencias que me habían llegado del restaurante La Lobita y de la cocina de Elena Lucas, y muchos los reportajes que, hablando de setas y de Soria, había leído en los que su nombre era una constante. Además, pudimos ver recientemente su sorprendente participación en Soria Gastronómica, donde destacó por mostrar el lado dulce de las setas. Ayer por fin conocí su restaurante y su propuesta, y ahora entiendo el por qué de una fama ganada a pulso y a base de años de trabajo bien hecho. La Lobita es un negocio con tradición familiar, un bar de Navaleno donde pueden sellarse las quinielas y echar la partida, un establecimiento más que no llamaría la atención si no hubiéramos leído previamente sobre su oferta gastronómica o no nos hubiéramos fijado en las pegatinas rojas que en la puerta anuncian que se trata de un lugar recomendado por la todopoderosa Guía Michelín. Ahí comienza la expectativa y la sorpresa, que se van resolviendo a medida que uno se sienta en el comedor, pequeño, acogedor y sin pretensiones, y puede contemplar el pinar a través de los grandes ventanales, un paisaje de verdor auténtico alejado de los relamidos "greens", como corresponde a las traseras de las casas de un pueblo soriano. Diego Muñoz se maneja diligente en el servicio de sala y ofrece, sin estridencias, su saber hacer en la recomendación de los vinos, lo que no es nada común en esta provincia (acaba de proclamarse ganador de la fase autonómica del concurso 'Mejor Sumiller de Cava de España'). Elena, por su parte, también se ha medido a otros grandes chefs españoles, y siempre su trabajo ha resultado destacado. Si además añadimos que el restaurante está enclavado en la zona de Pinares y su enorme riqueza micológica, el camino no es otro que dejarse llevar por las sugerencias de esta pareja, porque no hay riesgo de error. El encargado de abrir el menú fue un juego divertido, una 'pomada' de queso trufado sobre 'tiritas' de pan y 'mercromina' de aceite de trufa; seguimos con una cazuelita de garbanzos con hongos, aliñados con piña del pinar rallada, primera referencia de sabor del monte que contemplamos enfrente. Níscalos asados servidos con cecina y mermerlada de cebolla fue la segunda. Enseguida llegaron, cómo no, los boletus, crudos en láminas para dar cuerpo a una sorprendente ensaldada con helado de tomillo y dados de gelatina de tomate de huerta. Continuamos con unas migas crujientes con untuoso huevo trufado y naranja amarga, en recuerdo de las antiguas migas a las que no aún no habían llegado las uvas. Los platos 'fuertes' llegaron de la mano de una tierna y sabrosa panceta guisada (no podemos olvidar que estamos en Soria); una delicada vieira sobre cesárea y mollejas y unos canelones rellenos de guiso de caldereta pinariega con unas fresquísimas setas de cardo; todo ello regado con dos vinos blancos y dos tintos llegados de Navarra, Soria, la Sierra de Francia o los Arribes (estupenda selección de Diego). Al festín le faltaba un remate espectacular: la recreación de una trufa en su entorno, con simulación de tierra, hojas, troncos, piedras, hongos, musgo... a través de galletas, helado de senderillas, violetas cristalizadas, cuajada trufada, chocolate... un final feliz con sabor a monte. Y la cuenta final no es un susto, sino que afianza la excelente relación calidad-precio del menú.
¿Hay que llegar hasta Navaleno en este ya iniciado invierno soriano para comer en La Lobita? Sí, sin duda. Merece la pena.






Fotos: Caraba

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