Vueltas de esta vida loca, estudio un master en el
Basque Culinary Center. El cómo he llegado hasta aquí es una historia
larga que no viene a cuento, pero el caso es que los alumnos de tan
magno centro gastronómico contamos con ciertos privilegios, como la
posibilidad de comer en uno de los mejores restaurantes del mundo, como
es Arzak, con un descuento muy considerable. La oportunidad no podía
perderse, porque para alguien que aprecia la alta cocina, el restaurante
de Juan Mari y Elena Arzak es como un templo. Un menú degustación en un
restaurante gastronómico es toda una fiesta para los sentidos. Habrá
gente que no lo aprecie, pero la mayoría de los mortales sentados a la
mesa de un tres estrellas Michelín saben que están viviendo una
experiencia única, con mucho trabajo, genialidad e investigación detrás,
y el verdadero problema a superar es el precio de esa 'fiesta'; no
porque no lo valga, sino porque lo hace prácticamente inaccesible al
común, y más en estas épocas. Por eso he empezado hablando de
privilegio.
Es evidente que no hace falta estar coronado con la
máxima distinción por la venerada Guía Roja para que un restaurante
ofrezca su particular experiencia gastronómica. Hay muchos locales con
dos, con una o con ninguna estrella que merecen muchísimo la pena y son
un auténtico disfrute. Pero Arzak se merece todas las distinciones
posibles, por su comida, por su servicio, por la vivencia, por el
conjunto. El local es muy curioso: un edificio antiguo de viviendas
convertido en un laberinto de pequeñas estancias, algunas remozadas,
otras con todo su sabor antiguo, no muy espacioso, no enclavado en un
entorno maravilloso, pero aún así, con alma y personalidad. Nada más
entrar el grupo de ocho alumnos, nos encontramos en una pequeña
salita-recibidor y al propio Juan Mari sentado en un sillón echando
pestes de las veces que tiene que contestar el teléfono móvil. La
naturalidad es lo que predomina en Arzak, así que pronto desaparecen las
cautelas de estar en un tres estrellas.
Otro privilegio (grande)
de nuestro grupo es que somos compañeros de uno de los cocineros de
Arzak, con lo que pudimos ver la cocina en pleno servicio, la increíble
bodega y la zona de investigación antes de pasar al comedor, todo ello
de la mano del propio Juan Mari, Igor Zalacaín y Xabi Gutiérrez, un lujo
total.
Pero entremos en materia. Sentados ya en la sala nos dimos
cuenta de que éramos posiblemente la única mesa de 'nacionales'.
Japoneses, ingleses y americanos (incluida una periodista del New York
Times) ocupaban el resto. El comedor es luminoso y sencillo, con madera
oscura en el suelo, bloques de cemento gris en las paredes y detalles de
diseño sin estridencias. La mesa, en el mismo tono. Un plato redondo y
blanco, una cuchara y un tenedor de mango largo, dos copas por servicio y
una servilleta que recuerda a los trapos de cocina, sin más. No hace
falta más artificio cuando la atención la centra la comida. Una legión
de camareros atienden la sala con eficacia pero sin ningún envaramiento.
Nos recibieron con un cóctel de bienvenida y nos explicaron el menú que
íbamos a degustar, con las elecciones posibles, además de preguntarnos
si había algo que no pudiéramos comer o que no nos gustara. A
continuación, comenzó el baile de platos, con varios aperitivos, la
mayoría servidos al centro, para cada cuatro comensales. En estos
pequeños primeros bocados y en algún otro a lo largo de la comida, el
servicio salió fuera de los tradicionales recipientes, colocados en
soportes metálicos o piedras, pero no es la generalidad. Algún toque
innovador, pero sin abrumar ni cansar. Como yo tampoco quiero aburriros,
hasta aquí el post de hoy, con sus fotos correspondientes. Otro día, la
segunda parte.
Los aperitivos: Bacalao rojo, Pipas con arraitxiki
(un pescadito cantábrico), Pastel de kabrarroka (cabracho) con kataifi,
Tónica con chorizo (así como lo véis, en una lata estrujada) y un
caldito de alubias, tocino y castaña
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